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Hace algún tiempo, después de volver con mis padres --vuelta a la adolescencia aun teniendo 34 años--, decidí aventurarme a la busca y captura de un piso. Esto conlleva apuntarse a todas las webs, agencias y Apps que existen. Al principio, la ilusión lo envuelve todo, cualquier cuchitril era ideal: que la cocina es americana y la separa del baño una cortina. Genial. Que el balcón es una barandilla medio anclada, oxidada y que da un miedo asomarse. Sin problemas. Pero, a medida que el precio sube, tu ilusión baja.
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No pido nada del otro mundo: un baño en condiciones, una cocina en la que se pueda cocinar, un comedor separado del baño, una habitación... y si tiene balcón es un regalo. Pues nada. Así que después de cinco menes, llamé al IMPSOL para ver qué pasaba con unos pisos vacíos que hay en mi población. "Son de compra y de momento seguirán así,vacíos, a no ser que quieras comprar uno", me contestaron al otro lado del teléfono. Es una pena que hayan pisos vacíos cuando podrían alquilarse y prefieran tenerlos vacíos.
Así las cosas, tomé una decisión radical: me fui al Ikea, me compré un colchón nuevo y un juego de sabanas para mi casa, la de mis padres, claro. Creo que seguiré un tiempo con papá y mamá. Qué remedio.