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El hedor, ese patrimonio tan universal

José Minguell Calvo

Si Shakespeare levantara la cabeza, reescribiría una saga al menos tan longeva como la de 'El Señor de los Anillos' o la mismísima serie 'Juego de Tronos'. Hamlet o algún Stark se pondrían las botas.

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El hedor que desprendía lo podrido en Dinamarca ha transgredido las barreras del espacio y del tiempo y se ha instaurado de manera descarada y latente en nuestro presente más inmediato.

Dejando de lado el informe de la OMS según el cual la carne procesada induce al cáncer, los unos y los otros, en pleno juego de las sillas, buscan su sitio rápidamente, no sea que la bomba les explote justo cuando la tengan en las manos.

Clanes de apellido que en su tiempo fue honorable, pupilos políticos que han sufrido transformaciones al más puro estilo Dr. Jekyll, antisistema que tienen en su manos el mando de la 'playstation' y pretenden acabar la partida rápidamente, presidentas de todos que vociferan de manera temblorosa un 'viva la república' y pitagóricos disléxicos que pretenden llevar a las masas a Ítaca con números,  hacen que todo este mapa se asemeje a aquel en el que uno que pasaba por allí anunciara que algo olía a podrido en sus aledaños más inmediatos.

Y mientras, desde el balcón, se ve todo confuso. Más propio de una carrera alocada del bueno de Benny Hill que de un lugar donde se busca el beneficio de la polis. De toda la polis.

Las plazas, aquellos lugares dedicados a tratar los temas importantes, se convierten en espacios repletos de farolas despojadas de luz. Donde antes la virtud era la máxima aspiración del hombre, se convierte en candidato perfecto para nombre de mascota. Las pasiones dejan de ser nobles para ser bajas, de esas que condenan al alma a corromperse con el cuerpo.

Todo ha cambiado, menos el olor que, lejos de ser ligero, se endurece cada vez más. Ser  o no ser, esa ya no es la única cuestión.

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