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Gracias, Andrés, por salvar de la droga a los niños de los bloques 18, 19 y 20

Aniceto Ramírez

Nacieron en 1939 en perdidos pueblos de Andalucía que abandonaron al cumplir los 16. No han vuelto; allí lo perdieron todo, la dignidad, el padre, la ficticia felicidad infantil.

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No era necesario volver la vista atrás. Allí quedaron los temerosos, los precavidos, los cobardes y los vencedores.

Como muchos otros, Andrés prosperó a fuerza de echarle horas de trabajo al cuerpo, sin sábados ni domingos, cuando todos los días eran lunes, hasta que solo los lunes se convirtieron en su día de fiesta. Trabajar como dueño de una cervecería de barrio requería una cierta forma de ser, eran tiempos duros aquellos años 70. Recién muerto el dictador, su nombre aún colgaba del imponente colegio nacional que daba entrada al barrio, el hoyo donde se habían construido en menos de 1 km2 20 bloques de 9 pisos de altura cada uno y de hasta cuatro puertas por rellano. Una ratonera, para muchos sin salida. Era el barrio de la Salud de Badalona.

Estábamos en los tres primeros bloques, el 18, el 19 y el 20, los que daban a la luz, al mar, a Barcelona. Tuvimos suerte porque allí estaba Andrés, vigilante en silencio de la libertad y de la vida. Lo controlaba todo desde dentro de la barra del bar, que daba a unos enormes ventanales por donde observaba la principal entrada al hoyo de viviendas y al parque infantil donde los adolescentes pasábamos tantas tardes sentados en el pequeño muro que separaba los jardines mal cuidados de la penosa zona de juegos.

A los niños, los adultos nos ocultaban los llantos inconsolables de las madres y las borracheras permanentes de los padres que habían perdido a sus hijos a manos de la maldita droga que en forma de jeringas escampadas por el suelo había llegado a nuestro barrio. Y allí estaba él, que sin que nadie lo supiera controlaba a aquellos aún niños de los bloques 18, 19 y 20.

Andrés se limitaba a acercarse a los camellos que vendían la droga y a susurrarles al oído: “Aquí no o será lo último que hagas en tu puta vida”. Había llegado a sacar por los pelos y a rastras a un pobre drogadicto que eligió el lavabo de su bar para pincharse. Sabe Dios que no salió precisamente por la puerta de aquel lavabo.

Luchó sus batallas casi solo, aunque de vez en cuando la policía le hacía caso y venía sin sirena y de paisano al parque. Los polis se acercaban a un grupo de jóvenes que tenían jaulas de pájaros cantores, les vaciaban delante de sus narices los comederos, descubrían  la droga que escondían dentro y se los llevaban esposados. Todo ello lo observaba Andrés desde su cervecería, cuya terraza era una pequeña isla de paz los sábados y domingos y los inacabables veranos de juventud. Había colas de familias sentadas en el muro del parque esperando su turno para comer las fantásticas patatas bravas que cocinaba su esposa, desconocedora de que los verdaderos guisos se cocían fuera, en la puta calle.

Andrés salvó a toda una generación de jóvenes del barrio, esos que hoy son adultos de 50 años cuyos hijos son los nietos de aquellos que como Andrés huyeron de la pobreza, la ignorancia, el odio, y la venganza que en la primera mitad del siglo XX a muchos les tocó vivir. En nuestros tres bloques, sólo murió un chico del edificio 18. En el resto, caían como moscas. Ese chico era mayor que nosotros y se iba a jugar a otro barrio. Eso lo mató.  

Hoy, las cosas afortunadamente son de otra forma.

Enormes  y sinceras gracias, Andrés.

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