EIXAMPLE
BCN huele a gambas
Los asmáticos desarrollamos un octavo sentido que nos permiten navegar por el mundo de los olores. El más famoso de todos, Proust, el de la magdalena, encuentra el tiempo perdido a base de cabalgar por los aromas. Lo escribe muy bien: Después de la destrucción de las cosas, solos, más tenues, pero más vividos, el olor y el sabor perduran largo tiempo para esperar sobre las ruinas de todo lo demás, portando sobre una pizca imperceptible, sin vacilar, el inmenso edificio del recuerdo.
Por eso puedo escribir que existió una Barcelona veraniega que olía a gambas. Desde La Barceloneta al Eixample la ración de gambas a la plancha, o al ajillo, cuando eran más tontas y de peor tamaño, dibujaban un perfil aromático seña de identidad de una ciudad con puerto en el Mediterráneo de las pudas y chiringuitos de la Barceloneta. Volviendo a la potencia del perfume, las pudas recibían su nombre porque eran pudentas por sus fritangas.
AROMA A FELICIDAD
De estos bichos sabía mucho mi colega Pedro Rubiés, el biólogo, y sabe Antonio Caparrós, perseguidor de gambas en su barca L'Ostia. Ambos tenían la teoría de que las gambas se movían en profundidad acercándose a la costa como si siguieran los movimientos de un sol que, a 300 metros de profundidad, no pueden ver. Benditas gambas que nos comíamos en la Cova Fumada, antes de en la Barceloneta se circulara en calzoncillos. Eran los años en lo que este crustáceo con el pedigrí de Palamós no había alcanzado el nivel económico del caviar.
Las gambas huelen mágicamente a felicidad y hay que comerlas en bares o restaurantes propicios a un tapeo de dimensiones humanas. Barras en las que el vecino no es un extraño, una actitud positiva a la que ayuda un servicio que ha de saber moverse en el límite delicado de lo campechano. La barra viva del Paco Meralgo (Muntaner, 171) es gran ejemplo de dónde comer y beber al aroma de una Barcelona que recuperamos en cuanto unos ejemplares fresquísimos aterrizan en la plancha. Son un lujo concentrado de sabores en ración de 100 gramos. Menos mal que Proust asegura que podemos volar desde el pasado al futuro con un mínimo de aroma.
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