Cuadernos Rubio: Nostalgia del cálculo y la caligrafía

Varias generaciones aprendieron ortografía y aritmética con los cuadernos Rubio

cuadernos rubio 90's

cuadernos rubio 90's / periodico

JUAN FERNÁNDEZ

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Hoy a esta técnica se le llama grafomotricidad, pero hace cuatro décadas a nadie se le habría ocurrido usar un término tan complejo para referirse a un recurso didáctico que solo perseguía enseñar a los niños a dibujar el trazo de las letras. En esos años el colegio cumplía su función, pero a menudo las rudimentarias clases de parvulitos se quedaban cortas y a los padres y madres de la época les urgía confirmar que sus hijos aprendían a escribir correctamente, y a ser posible, rápido. 

La solución a aquel dilema se llamaba cuadernos Rubio. Por muy poco dinero –1,5 pesetas en 1960, 22 en el año 1982–, era posible adquirir en las papelerías unas libretas llenas de ejercicios para entrenar a los menores en el arte de la caligrafía. Los más básicos dibujaban el trazado de las letras mediante líneas de puntos que el niño debía unir con su lápiz. Los más avanzados sugerían frases cortas, unas descriptivas y otras portadoras de mensajes morales acordes con el gusto de la época, que el crío debía copiar para entrenar su destreza y, de paso, familiarizarse con la ortografía. “No debemos hacer visitas a deshoras”; “até un hilo a la baca del autobús”; “viento es una corriente de aire”; “oiré misa con mis papás”.

También los había de Matemáticas, con simples operaciones aritméticas o llenos de problemas de cálculo que invitaban a pensar. “¿Cuánto costará la compra de media docena de palomos al precio de cinco pesetas cada uno?”. “Enrique tenía 16 años en 1956. ¿En qué año nació?”. 

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Unos y otros, de números y de letras, mantuvieron durante un tiempo una presencia tan ubicua en los hogares y colegios de este país que hoy resulta difícil encontrar a un español nacido entre mediados de la década de los 60 y la de los 80 que no haya tenido que vérselas en algún momento de su infancia con aquellos cuadernos de cubiertas verdes, azules y ocres, a veces en las propias aulas y en horario escolar, y otras en casa, sobre la formica de la mesa de la cocina o en el sofá de escay del comedor. A la altura de las meriendas de pan y chocolate, el perfume de nata de las gomas de borrar o el soniquete de los programas infantiles de la tele de la época, los cuadernos Rubio forman parte de la educación sentimental, y no solo académica, de varias generaciones de ciudadanos. 

UN VISIONARIO ADELANTADO A SU TIEMPO

Tamaña trascendencia contrasta con las escasas muestras de reconocimiento brindadas en estos años por la comunidad educativa, y por el público en general, hacia un sistema que enseñó a escribir y a calcular a millones de españoles. El libro 'Rubio. Mi mamá me mima. Las letras y los números de nuestra infancia', editado por Espasa, aspira a saldar esa cuenta pendiente. Salpicada de dibujos, portadas y páginas de aquellos legendarios cuadernos, la obra relata la historia de esta aventura académica y ensalza la memoria de su fundador, Ramón Rubio, un personaje tan importante en la formación educativa de este país como poco reseñado.

“Mi padre fue un visionario, un adelantado a su tiempo. Tuvo olfato para detectar lo que necesitaban los estudiantes de aquella época y talento para hacer fácil lo difícil”, resume Enrique Rubio (Valencia, 1959), hijo del creador del Método Rubio –así acabó llamándose a la fórmula pedagógica que proponían aquellas libretas– y responsable de la empresa familiar desde que hace 19 años su padre, fallecido en el año 2001, sufriera un infarto cerebral que le inhabilitó para seguir al frente de la compañía. 

La intrahistoria de estos cuadernos está llena de geniales golpes de intuición, una gran vocación didáctica y largas horas de trabajo minucioso y espíritu artesano. El puesto de encargado mercantil que Rubio ocupaba en una oficina del Banco de Aragón habría sido más que suficiente para cualquier joven que, como él, aspirara a sobrevivir en la Valencia de los años 50. Pero Ramón era diferente: él iba dos pasos por delante. Un día, mientras trabajaba en la sucursal, se le ocurrió la feliz idea de montar una academia para enseñar rudimentos de contabilidad a la generación de valencianos que empezaba a ver en la educación una vía de escape de la miseria. Pronto, aquellas clases vespertinas con las que completaba el sueldo que ganaba por la mañana en el banco iban a convertirse en su principal ocupación. 

EL EMBRIÓN DE CUADERNOS RUBIO

La creatividad más fértil suele ser la que caza al innovador trabajando. Cuando el joven maestro de contabilidad reparó en el tiempo que perdía copiando sobre el encerado los enunciados de los problemas, se preguntó: ¿y si los escribo en hojas sueltas y los reparto entre los estudiantes para que los contesten en clase o en sus casas? Año 1956: acababan de nacer las fichas de la Academia Rubio, embrión de lo que tres años más tarde serían los primeros cuadernillos. El mismo Ramón, nacido en Tarragona en 1924 y criado en la localidad castellonense de Geldo, escribía las páginas con su pluma y luego las imprimía en la imprenta que instaló en su propia casa. 

La buena fama de la academia no tardó en extenderse por Valencia. En esos años acabarían pasando por su aula más de 3.000 alumnos. “Algunos días había tantos que mi padre tenía que dar la clase con las puertas abiertas mientras los alumnos tomaban notas en el pasillo”, recuerda Enrique. Persuadido por la mala letra que tenían muchos de ellos, sobre todo los más jóvenes, Rubio pensó que quizá podría trasladar la fórmula de los cuadernos de contabilidad a la caligrafía, y sin más orientación pedagógica que su propia intuición, empezó a confeccionar las primeras libretas ideadas para enseñar a escribir. 

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“Él lo hacía todo: se inventaba las frases y dibujaba los ejercicios, y luego un delineante los pasaba a limpio. De ahí, a la imprenta”, recuerda Enrique. Así de natural, familiar y artesano. A veces hasta extremos que rozan lo entrañable: las dos manos que han figurado durante décadas en la contraportada de los cuadernos –una sujetando bien la pluma, y la otra, mal– fueron obra de Cipriano, el hermano de la cuidadora de los hijos de Ramón, que trabajaba de cartero y tenía mucho manejo con el dibujo.

FRACASO EN LAS ESCUELAS

El ingenioso maestro estaba tan convencido de la valía pedagógica de sus ejercicios que un verano cargó a su mujer y a su hijo en su Renault Ordino y empezó a recorrer los colegios de los pueblos de alrededor de Valencia para ofrecer sus cuadernos como complemento del contenido lectivo que se impartía en los centros. Su éxito fue dispar: algunos responsables de aquellas escuelas, casi todas regentadas por curas y monjas, le compraron el invento, pero la mayoría le cerró la puerta. 

El verdadero volantazo a la historia de los cuadernos Rubio lo iba dar alguien de la calle: un ayudante contratado para hacer las labores de comercial tuvo la ocurrencia de ofrecerlos en las papelerías, no en los colegios, y en pocos días empezaron a llegar los primeros pedidos. Aquel empleado acabó dándose a la fuga dejando tras de sí un pufo de 200.000 pesetas, pero le hizo a Rubio el mejor regalo de su vida: en la contraportada de las libretas aparecía la dirección de la imprenta familiar, así que en la casa familiar no tardaron en amontonarse las cartas llegadas desde papelerías de toda España solicitando cuadernos para venderlos.

El negocio se disparó, pero el espíritu de los primeros Rubio permaneció intacto. “Mi padre continuó supervisándolo todo. Tenía mucho ingenio para pensar las frases. Nunca tuvo problemas con la censura, pero ya se encargaba él de no poner nada inconveniente. Más tarde, con los cambios que vivió el país, fue modificándolas”, señala Enrique a cuento de unos ejercicios de caligrafía que empezaron hablando del Generalísimo y haciendo afirmaciones del tipo: “El abuelo fuma en pipa”, y con la llegada de la democracia empezaron a promover la ecología y a sugerir: “Fui feliz al dejar de fumar”.

300 MILLONES DE CUADERNOS

El baby-boom de los años 70 se dejó los dedos pasando las páginas de los cuadernos Rubio, pero su verdadera época dorada fue la década de los 80. En esos años llegaron a poner en circulación hasta 10 millones de unidades por curso. En los últimos 56 años, han pasado de mano en mano de los escolares 300 millones de cuadernos.

Los cuadernos Rubio no han llegado a desaparecer de las papelerías en todo este tiempo, aunque en la década de los 90 sufrieron una merma de ventas y de relevancia que Enrique achaca a la adopción del color en sus páginas y portadas. “Perdimos nuestra identidad”, opina el empresario. Las libretas actuales ponen un ojo en el mañana y otro en el ayer: si bien los ejercicios ahora pueden resolverse en formato digital, tanto en el móvil como en la tableta, su diseño ha recuperado el espíritu de sus inicios. “Los que hace 40 años aprendieron a escribir y calcular con nuestros cuadernos, ahora los compran para sus hijos”, dice Enrique dibujando en el aire un círculo que bien podría haber aprendido a trazar en las libretas de su padre.