El pasado mes de abril ingresé en un reputado centro de medicina privada de Barcelona para una operación de corazón. Según los expertos y dado mi estado físico general y la presteza con que se detectó mi enfermedad, prácticamente exenta de riesgo. No era el caso del ocupante de la habitación de enfrente. Un hombre mayor, solo, fumador de ventana. Tuvimos tiempo de charlar un rato antes de que nos operaran. Una vida larga e intensa la suya, bien aprovechada sin duda. Sabía que su futuro se decidiría en cuatro horas de quirófano. Al salir de la nube de intensivos y volver a planta pregunté por él a una auxiliar que vigilaba nuestras constantes en una ristra de monitores. "Muy delicado, a ver cómo evoluciona". Un día después, creo, a media tarde, de la habitación del señor mayor salió una chica vestida de blanco. No hubo carreras, ni aparatos de reanimación, ni líneas horizontales en máquinas llenas de botones. No hizo falta para descubrir el destino de mi vecino. La chica de blanco lo dejó atronadoramente claro, de una punta a otra del pasillo: "¡¡¡Puriiiii!!! ¡¡¡Bórrame una cena, porfa!!!".
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