Cuesta despedirse de personas como Joan Barril, aunque una no lo conociera personalmente. Son muchas horas de compañía, muchas opiniones compartidas y, lo confieso, muchas páginas arrancadas. De todos sus libros recuerdo uno en especial: Sobre l’amor, un auténtico manual de amor donde el genio y la ironía fina de Joan nos desplegaban un catálogo con todas las formas de amor posibles, de las más tiernas a las más dolorosas. El amor, decía, todo lo salva y todo lo dignifica, y siempre está aunque no lo queramos ver. Y se preguntaba: ¿necesitamos el amor para darlo o para recibirlo? Yo todavía me lo pregunto. Lo que sé a ciencia cierta es que necesitamos muchos hombres como él para seguir caminando, avanzando, para ver claro y seguir resistiendo los embates de la vida sin perder nunca la sonrisa. Joan fue un privilegiado porque, como trabajador de la palabra (como decía él), su voz tuvo eco en los mejores medios y editoriales de este país, entre otros en EL PERIÓDICO, y sus lectores habituales nos sentimos ahora huérfanos del privilegio de leerlo y escucharlo. Joan no sabrá nunca que, en instantes en que todo se rompía, leía un párrafo suyo clavado en mi escritorio: "Somos lo que hemos escrito. Explicando el mundo nos explicamos a nosotros mismos. Somos roca y también somos arena, somos duros como el cristal, pero también transparentes, a veces lente de aumento, otras, un telescopio para atravesar las fronteras del universo". Por todo, tengo que decirle, como un deseo lanzado al cielo: ¡gracias, maestro! Y pensar que todo aquello tan genial que escribió lo ha hecho inmortal. Como referente, Joan está muy vivo.
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