Me despierto por la mañana y empieza un nuevo día. Lo primero, dejar entrar a mi peludo en casa y, tras unos lametones, comienza la rutina de aseo. Después de desayunar, son las ocho y ambos estamos listos para salir a la calle a pasear. Vamos al parque de siempre. Allí hay una gran explanada de césped con espacio suficiente para poder lanzar la pelota lo más lejos posible, sin peligro de atropello por ninguno de los coches que pasan por la carretera que está a escasos metros, a esa hora muy transitada. De repente, escucho un silbido, ese típico que se suele hacer cuando se le echa un piropo a alguien. Un silbido que me resulta del todo repugnante, pues no conozco el vehículo y me recuerda ese trato vejatorio que muchos hombres utilizan para dirigirse a las mujeres, solo por creerse superiores por pertenecer al sexo masculino.
Un silbido que lejos de ser un halago expresa cosificación, un mujer vista solo desde su apariencia física, un silbido que oculta la parte más intelectual y emocional de la mujer, un silbido que manifiesta la intimidación por la que muchas mujeres pasamos en situaciones tan cotidianas como esta. Un silbido que expresa falta de educación en igualdad, un silbido que muestra falta de tacto para dirigirse a las mujeres, un silbido que refleja las dificultades a las que se enfrentan las mujeres por el mero hecho de serlo. Un silbido que es, claramente, ese pequeño ladrillo del gran muro de la violencia machista. Y que nadie pregunte cómo iba vestida: pantalones largos y camiseta de manga corta.
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