Ser independentista es tan legítimo como no serlo. Odio tener que escribir esto, pero no puedo más. Cuando uno empieza dudar al coger al azar una camiseta para ir a la playa en la que en su parte de atrás se puede leer «Soy español... etc» y opta por no ponérsela para evitar malos entendidos, alguna mirada desafiante, risas o, quién sabe, que alguien lo llame fascista por haber osado ponerse una camiseta; cuando algunos amigos de Facebook te dan de baja por no pensar como ellos y no dejar que te traten como a un borrego solo por pretender ser de ninguna parte, por declarar que haber nacido en Barcelona es pura y absoluta casualidad y por no buscar el sentido a mi vida a través de una bandera o de un idioma; cuando lees, ves y escuchas determinados canales públicos de televisión o cadenas de radio o periódicos en los que el martilleo, constante y apocalíptico, consigue que algunos barceloneses nos preguntemos si se habrán creído el centro del universo o quizá algo peor: si aquí solo se puede pensar de una manera, si aquí no se puede disentir no ya porque estés del lado de los que habitan en la meseta sino porque tu visión del mundo y de lo fugaz que es la vida nada tiene que ver con la percepción que aquí se vive. Cuando sucede esto, empiezas a ver que solo hay dos opciones. La primera, callarte y sentirte extraño. La segunda, defender el derecho a no ser de ninguna parte, a ser única y exclusivamente de mi padre y de mi madre, de mi hijo y de mi amor, de mis recuerdos y de mis esperanzas. Defender el derecho a ser cada día un poco más digno, a envejecer sabiendo que solo me equivoqué en aquello que más quería. Y por encima de todo el derecho a ser fiel a mí mismo porque así seguiré el camino de los estoicos pensadores que se dieron cuenta de que el ser humano pasa por la vida siendo manipulado por la mayoría.
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