Soy maestro de música desde hace 14 años. No puedo decir que me guste todo de hacer de maestro, pero sí me gusta estar con los niños. Me gusta cuando me cuentan sus historias, verlos pasarlo bien, saltar a la comba, bailar, cantar canciones... Pero no todo es así de precioso. A menudo los niños vienen a la escuela nerviosos de casa, el tiempo nos ametralla, hacemos clases de 20 minutos cuando logramos que haya silencio... En mis clases se hace música, se canta, se baila, tocamos instrumentos, creamos canciones y ritmos en grupo, hablamos de sentimientos y aprendemos a gestionarlos, hablamos de paz, de solidaridad, de aprender a ser personas y de lo importante que son para el futuro. Hablamos de historia, de tradición, de cultura popular, de arte, nos enfadamos, lloramos, reímos. El idioma nunca ha sido un problema, ni tampoco los niños con necesidades educativas especiales. En mi clase se baila empujando sillas de ruedas, con miradas y sonrisas de complicidad, dando las manos para hacer corros, nos ayudamos a afrontar barreras, a no tenerlas que saltar, nos abrazamos, y aprendemos a ser humanos. Yo no quiero formar parte de una escuela que nos rechaza, que no nos ama y que no confía en la labor que llevamos a cabo con nuestro alumnado. Si no son suficientes estos motivos por los que creo rotundamente que la Educación Artística no es una 'maría' es que me he equivocado de trabajo. Nos sobran los motivos para estar satisfechos con nuestro trabajo, aunque la LOMCE no lo vea así.
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