Los ciudadanos estamos acostumbrados a pagar por los servicios que nos ofrecen, pero no a que ese servicio sea de calidad y satisfactorio para nosotros ni a que cubra nuestras necesidades. Un ejemplo de libro es el caso del transporte público y, en especial, de los trenes de la Renfe. Soy un vecino de Sant Sadurní d'Anoia que necesita usar el transporte ferroviario para moverme a Barcelona a causa de mis estudios, lo cual supone, naturalmente, un coste. La distancia entre las dos localidades y la organización tarifaria me obliga a adquirir un billete de tres zonas. Pagar es lo normal; lo que creo que no lo es tanto es que el coste sea de 210 euros cada trimestre, y aun así tengo que dar las gracias porque disfruto de un descuento por ser joven. Creo que este precio no responde al servicio que recibimos a cambio. Si los trenes de Renfe funcionasen correctamente me tendría que callar, pero no es así. Raro es el día en que el tren no llegue con retraso, obligándote a coger el convoy anterior porque sabes que de lo contrario cada mañana llegarás tarde. La Renfe me cuesta al año 630 euros, y en los cuatro años de carrera, más de 2.500 euros (si no suben las tarifas). Ya que te pagamos tanto, querida Renfe, al menos haz bien tu trabajo.
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