Soy vecina de Gràcia desde hace unos 15 años. Promociono el barrio allí donde voy. Porque me gusta. Me gusta todo el año menos una semana. Supongo que me toca comprender la obsesión de la gente por beber hasta límites que dañan su propia dignidad. En eso no me meto. Supongo que me toca comprender que el ayuntamiento intente sacar el máximo beneficio económico durante las fiestas. En eso tampoco me meto. Pero ¿por qué siempre me toca comprender a mi? Después de una semana de encontrar necesidades de algún que otro u otros borrachos en mi moto y los retrovisores doblados y de limpiar cubatas derramados por el asiento, la Guardia Urbana me multa por tenerla estacionada en zona peatonal (una acera). El año pasado recibí otra multa por lo mismo; con la pequeña diferencia de que la moto la había movido la propia Guardia Urbana por el correfoc. El jueves estuve, junto con otros 18 coches, inmovilizada 45 minutos. Un mal cálculo en el corte de las calles hizo que todos los coches fuéramos a parar al mismo cruce (Montseny-Torrent de l’Olla). Y luego no pude aparcar en mi párquing hasta las tres de la mañana. Pago yo, pero ellos me dicen cuándo puedo entrar. Como vecina tengo derecho a reflejar mi no conformidad con que se paralice un barrio entero por las fiestas. Me indigna ver que se respetan más los intereses de los visitantes que los de los vecinos que pagamos los impuestos religiosamente. Demasiados años de fiestas en Gràcia como para no aprender y evolucionar.
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