Imagínense un país en el que desde hace tres años, centenares y centenares de miles de personas se manifiestan civilizadamente para decir que ya no aguantan más el trato político que se les da y que, por tanto, quieren irse. Imagínense que la reacción del mayor responsable político de ese país ante un problema tan grave es hablar solo de leyes, sin que le preocupen lo más mínimo una serie de preguntas: ¿Por qué tanta gente se quiere ir? ¿Por qué cada vez son más? ¿Qué se puede hacer para que se sientan tratados justamente? ¿Hacemos algo mal? Solo es imaginación. Nadie puede creer que ningún gobernante, solo con algo de sentido común, fuera incapaz de ver un problema de tanta envergadura y no lo afrontara directamente escuchando a la gente, analizando lo que falla, dando pasos para solucionarlo. Si en democracia se elige a los políticos para solucionar problemas y hacer que un país funcione cada día mejor, en principio cuando se trata del presidente del Gobierno deberíamos estar hablando del más preparado, él es el máximo responsable. No es de recibo dudar de su visión, su capacidad, su inteligencia y su empatía. Discúlpenme, por favor, porque todo lo que he escrito es fruto, naturalmente, solo de mi ilógica imaginación.
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