La T- Jove se me ha agotado, pero ahora mismo no dispongo de 155 euros, lo que cuesta una tarjeta de dos zonas. Mis padres, tampoco. ¿Y ahora qué? ¿Compro la T-10 y voy tirando hasta que llegue fin de mes? ¿Me cuelo y me arriesgo a que me multen?
Así nos encontramos muchos jóvenes universitarios. La mayoría no tenemos trabajo y, vivamos independizados o no, dependemos de los padres para subsistir. Esto si somos afortunados de tener una situación económica familiar más o menos estable. Mientras, las tasas universitarias no paran de crecer, igual que los precios del transporte público. Las becas van desapareciendo del mapa y las condiciones para acceder a ellas cada vez son más restrictivas. Ha llegado un momento en que los jóvenes –hablo en nombre del colectivo universitario, pero con el convencimiento de que somos muchos más los que nos encontramos en esta situación de precariedad– no podemos cubrir necesidades tan básicas como la vivienda, la alimentación o el transporte.
Ante este panorama, los jóvenes tenemos dos vías posibles: quedarnos en el malestar y la indignación o bien transformar estos sentimientos en forma de movilización y lucha colectiva para poder vivir un futuro (y un presente, a ser posible) con dignidad. En el ágora del campus donde estudio, ondea una pancarta con este mensaje: «Ser joven y no ser revolucionario es una contradicción incluso biológica» (Salvador Allende). Yo seguiré luchando.
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