Día tras día, en este país nos levantamos al son de noticias sobre nuevos casos de corrupción y otros asuntos turbulentos. Recuerdo oírle decir a Adolfo Suárez que una de las vocaciones más nobles del hombre era la política. Hoy tales palabras provocarían una triste carcajada. El arte de gobernar está en declive; la clase política atraviesa por una seria crisis de credibilidad y poco invita a pensar que quienes la integran siguen un llamamiento a servir a la sociedad. Aun así, quienes nos gobiernan o representan, a cualquier nivel, tienen el deber de ser intachables en el desempeño de su cometido, y los ciudadanos tenemos derecho a pedirles cuentas. «Hay que hacer limpieza», ha observado el president de la Generalitat. Sí, es necesaria una limpieza a fondo, pero de poco servirán una reforma de las leyes y de las instituciones, una mayor transparencia o una mayor fiscalización si no van acompañadas de una renovación ética generalizada. No hay peor lacra para una sociedad que la pobreza moral, y la crisis económica nos ofrece muestras sobradas. Es hipócrita exigir al vecino que limpie su patio mientras la suciedad se acumula en el nuestro. Todos tenemos la responsabilidad de vivir conforme a unos principios éticos. Justicia es dar a cada uno lo suyo, decía Ulpiano, y tan injusto es quien se enriquece a costa de otros como quien trabaja poco o mal, se aprovecha del esfuerzo ajeno, miente en un currículo o percibe indebidamente una prestación. Afortunadamente, son muchos los que pueden irse a la cama con la conciencia tranquila, pero mientras haya tantos que ni siquiera tengan conciencia, seguiremos siendo el país del sálvese quien pueda.
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