«Soy aquel negrito del África tropical». Se ha convertido en un tópico pensar en los pobres negritos del África que malviven en sus poblados polvorientos. Recuerdo el busto de un negrito que servía de hucha sobre la mesa de la maestra en la escuela franquista. Ahora, ese busto negro se convierte en una persona que piensa: «He venido desde Camerún a pie, atravesando un largo camino lleno de dificultades. He superado con ayuda de otros compañeros como yo, y de otras buenas personas que me he encontrado por el camino, mis necesidades de agua y alimento. Doy gracias a mi Dios por no haberme puesto enfermo en esta arriesgada y esperanzada huida. He llevado a mi madre y a mi familia en el corazón hasta el último instante. Mi debilidad ha perdido ante mi sueño de lograr una vida mejor para mí y los míos. Me habían hablado de un lugar donde poder vivir. Donde poder estar. Donde poder ser yo. Tengo mucho que dar, porque soy joven y creo que soy buena persona. Soy valiente. No anhelo ser rico, simplemente que no me falte lo básico. Que pueda vivir en libertad y en paz. Que pueda generar mis ingresos y decidir en mis gastos. Aunque añore los verdes prados de mi tierra, que pueda amar las verdes praderas que acogen mi llegada en esta tierra que piso. Estoy vivo. No me quiero ver encaramado en esa valla de espinas hasta que mi cuerpo aguante. Solo quiero vivir». Se desvaneció. Luego se despertó en un saturado centro de acogida de Melilla. Esto es lo que me imaginé que él pensó observando esa vieja fotografía del busto del negrito sobre la mesa de la maestra.
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