Se abre el telón, aparece la Rambla

La calle más vital de Barcelona no es la primera vez que recibe a la muerte, pero siempre se sobrepone a ello

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Carles Cols / Barcelona

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El día 17, a las 17 horas, del año 17 es la última pero no única historia de violencia de la Rambla. De todas las anteriores, vaya eso de antemano, se ha repuesto la ciudad, aunque pocas veces como en esta ocasión. Basta verla cómo luce ya de nuevo, y no ha pasado ni media semana, con el mérito añadido de que han acudido a su rescate, a darle vida, a ‘ramblearla’, barceloneses que tal vez hacía meses que no la transitaban, por aquello de que de tan turistificada que está, dicen que ya no la reconocen. Algo de razón tienen. Pero ahí están, amándola de nuevo. ¿Por qué?

La conversión de la Rambla como lugar simbólico es, según se relea la historia, obra del tatarabuelo de Felipe VI y su antecesor ordinal, sí, Felipe V, porque con su infeliz decisión de demoler buena parte del barrio de la Ribera y levantar en su lugar una ciudadela militar (un acto violento, el primero de esta lista) propició que los barceloneses buscaran bien lejos de la soldadesca un lugar en el que pasear y exhibirse. Se fueron a poniente, y ahí estaba la Rambla, antigua riera ya domesticada desde que en el siglo XV se amplió la muralla de la ciudad para que el Raval dejara de estar extramuros.

1835, arde la Rambla

En 1835 se sitúa en el calendario una segunda historia de violencia. La mecha se enciende inicialmente algo más lejos, en la Barceloneta. La versión simplificada sostiene que aquella tarde salieron a la plaza de toros del barrio unos ejemplares de astados más mansos que Ferdinando. El público, y aquella era una plaza de liberales, andaba ya muy caliente por la situación política. De Reus llegaban tremendas noticias de las andanzas de los carlistas. Total, que tras destrozar la plaza, que era de madera, terminaron pronto y no saciados, los participantes en la protesta se fueron a la Rambla a quemar conventos, entre otros, el de los carmelitas descalzos, sobre cuyas cenizas se edificaría después la Boqueria, y el de los trinitarios descalzos, que daría pie a la construcción del Liceu.

Sí, aparece ya en escena el Liceu, que era hasta el pasado jueves la historia de violencia más brutal de la Rambla, fechada el 7 de noviembre de 1893, cuando dos bombas son lanzadas sobre la platea del coliseo operístico. Solo estalla una. La otra se exhibe actualmente en el museo Casa Verdaguer de la Literatura. Pero antes de llegar a aquel día, al ‘Titanic barcelonés’, porque fue la noche en que murieron 20 personas de la clase alta local y unas 25 más resultaron heridas, merece la pena repescar otro incidente anterior a aquel suceso. Fue el 5 de junio de 1884. Estalló la primera bomba anarquista de la ciudad. Mató a un niño. ¿Dónde? En la Rambla, claro.

Liceu, 20 muertos

La bomba del Liceu, sin ser el más cruento atentado anarquista de la ciudad, es el que hasta este agosto más indeleble permanecía en la memoria colectiva. Allí murieron miembros de las familias Cardellach, Mayol, Esteve, Formiguera, Guardiola, Figueras… Lo dicho, una versión reducida y sin barco del 'Titanic', el reflejo invertido del atentado del jueves, en el que murieron 13 personas, solo una de ellas barcelonesa, y de adopción.

En mayo de 1937, la Rambla fue solo una más de tantas calles de la ciudad en la que se enfrentaron, en una suerte de guerra dentro de la guerra, las milicias del PSUC y las del POUM. Murieron unas 500 personas. A la república no le hacían falta quintacolumnistas para echarlo todo a perder.

Ha habido más episodios luctuosos en esta avenida, pero estos pocos sirven ya para fijar una tesis. La quema de conventos fue un incendio que social y urbanísticamente tardó años en extinguiser. Tras remozarse la platea del Liceu, las butacas donde perecieron las víctimas permanecieron durante meses sin ser ocupadas. Más largo fue el luto del franquismo posterior a la derrota de la república. Esta vez, no. Ni 24 horas ha tardado la Rambla en recuperar el pulso, porque, pese a su convulsa historia, nunca ha dejado de ser un lugar alegre y vital, y reivindicativo, de Diades de Sant Jordi, de celebraciones futboleras e incluso, en una historia injustamente olvidada, de lo que tal vez fue la primera manifestación del orgulo gay del todo el mundo, la de 1931, según el relato de Jean Genet en ‘Diario de un ladrón.

Lo común es decir que a la Rambla se va a ver y a ser visto. Sí, pero es también como el pasillo principal de un vodevil teatral, el espacio central donde todo transcurre mientras se abren y cierran puertas que dan al Raval, a la plaza Reial, a la Boqueria o a la calle de Ferran, y así los actores entran y salen. Un día más, pues, se levanta el telón. El espectáculo debe continuar. Que le pese a algunos.