oleada de droga
La heroína solo se paga con billetes de 10 euros
Guillem Sànchez / Carles Cols / Barcelona
"Yo no hablo bien español", dice señalándose la boca con la mano. "Yo digo que 'no' y entonces ellos me dicen malas palabras". El trabajador paquistaní de un supermercado de la calle de En Roig describe así los insultos que recibe casi a diario cuando entran los toxicómanos en la tienda y él -"con miedo"- se niega a darles el cambio que le exigen.
Su local está a escasos metros del portal número 22, una narcofinca, un bloque que la heroína ha vaciado de familias. Antiguamente eran unas 25 personas. Pero las jeringuillas, las heces, los orines, la puerta principal de la finca destrozada, los colchones en la azotea y en los rellanos y la peregrinación incesante de heroinómanos a tres de los domicilios, ocupados por traficantes de droga, les obligaron a huir de su casa.
Sin familias en este edificio, la mancha de degradación se escapa por este mugriento portal y ensucia la atmósfera de toda la calle. Lo que cuenta el empleado del supermercado paquistaní es lo mismo que lo que dicen los dueños de otros negocios. Sufren las consecuencias de la heroína porque desciende la clientela -el propietario de la bodega Mieza asegura que cada vez menos gente se toma algo en su bar- o porque los toxicómanos les agobian con el cambio.
Los traficantes no quieren monedas
Emi tiene una peluquería que también está junto a la narcofinca. Corta el pelo a sus clientes con la persiana metálica medio bajada. Un intento vano de mantener a los adictos a raya. Ya ha tomado la decisión de cambiarse de local, agotada de que la insulten cuando no acepta el puñado de monedas que traen en la mano. "¿Qué pasa? ¿Mi dinero no vale, 'sudaca' de mierda?", dice que le sueltan una y otra vez. Dani es otro peluquero situado en la misma zona caliente. "En cuanto entran les digo que se vayan, no sé para qué piden tanto cambio", se pregunta.
La respuesta es que las dosis de heroína que venden los traficantes de los narcopisos cuestan 10 euros. Pero no aceptan que se haga ese pago en monedas. Quieren un billete.
Fuentes policiales consultadas por este diario subrayan que la presencia de heroinómanos en la calle no ha desembocado en un aumento de los robos violentos. Los únicos delitos son hurtos de productos alimentarios -como una bandeja de jamón dulce- que llevan a cabo frecuentemente en supermercados y que cometen para llevarse algo a la boca. No roban porque los turistas los financian. Y turistas no faltan en el Raval; si la plaga de narcopisos crece a un ritmo preocupante, la de apartamentos turísticos ha cambiado por completo el color del vecindario.
Los toxicómanos atosigan a los extranjeros con la mano extendida y la cifra mágica de 10 euros llega sin demasiadas dificultades. Después solo falta encontrar un negocio como el de Emi o Dani que canjee las monedas por un billete. Las dosis que les venden, sin embargo, están tan cortadas que el síndrome de abstinencia se les reactiva a las pocas horas. Viven atrapados en un bucle infinito: pedir por la calle, buscar cambio, inyectarse dentro de un narcopiso.
Dosis mal cortadas
Los análisis efectuados por Energy Control demuestran que la mayoría de dosis recogidas en el Centro de Atención y Seguimiento de la calle Santa Madrona -la narcosala Baluard- han sido peligrosamente adulteradas. Incluso con Diazepam, que puede provocar una crisis respiratoria. En la Agència de Salut Pública, un organismo que advierte de los muchos peligros que entraña para los propios adictos la proliferación de narcopisos, puestos a buscar algo positivo dentro de una maraña de sordidez, remarcan que si se pinchan dentro de los narcopisos por lo menos no lo hacen estando solos.
Si les sorprende la sobredosis, alguien se da cuenta. Los traficantes reaccionan arrastrándolos hasta la calle. Lo de marcar el 112, sin embargo, se lo dejan a los vecinos. Toni Salas, miembro de Acció Raval, pidió hace poco una ambulancia para un hombre que, tras inyectarse una dosis de veneno de 10 euros, fue abandonado sobre la acera al borde de la muerte.
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