Sant Antoni: abre el mercado, se van los vecinos

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CARLES COLS / BARCELONA

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Este artículo podría haberse titulado también de otro modo. ‘Cosas que pasan en Sant Antoni’. Cosas raras inmobiliarias, por supuesto. Ahí va una, de aperitivo. Suena el teléfono. Araceli, vecina y propietaria del piso en el que vive, lo descuelga. Lo común hasta hace bien poco era que en ocasiones así fuera una empresa de telefonía, o de encuestas, o una llamada de un tramposo supuesto premio. “Buenos días, ¿quiere usted vender su piso?”. Araceli responde: “No”. “¿Pero nos dejaría que lo viéramos?”. Las inmobiliarias radiografían los barrios más apetitosos de la ciudad. Araceli no vende, pero una visita al inmueble permitiría radiografiar mejor la finca, en la que tal vez viva alguien mayor, susceptible de fallecer en breve, vamos, un posible buen negocio en un barrio que está de moda desde hace un par de años (todo comenzó no se sabe muy bien cómo en la calle Parlament y sus bares ‘hipsters’), pero que este 2017, con la apertura del mercado de Sant Antoni, puede dar un salto de consecuencias gentrificadoras impredecible.

La fecha de la inauguración del nuevo Sant Antoni, en obras desde el 2009, es todavía incierta. Será durante la segunda mitad del 2017 y será todo un acontecimiento, porque es la obra arquitectónica cumbre de Antoni Rovira i Trias, un edificio magnífico. Por el barrio ya corre el runrún de que hasta tendrá parada allí el Bus Turístic. Sintomático. Ese es un barrio que se ha puesto de moda sin tener una Sagrada Família, un Born, una Pedrera o una rambla y playas como Poblenou. El mercado será su monumento.

¿Cómo afectará eso a los vecinos? Bien, de hecho ya ha comenzado a hacerlo.

Elisabet Andreu es un ejemplo representativo. Nació en Sant Antoni y, por los precios del alquiler, ha tenido que irse a otro barrio, a Les Corts. Nadie lo diría hace pocos años, pero Les Corts es menos hostil.

La cuestión es que el pasado mayo Andreu fue madre. Al contrato de alquiler del piso le quedaba menos de un año cuando alumbró a su hijo. Sondeó al propietario del inmueble, porque hacer obras en casa para acondicionar la habitación del bebé no tenía sentido si se avecinaba una subida de la renta inasumible. Hizo bien. Comenzó a mirar otros pisos. Nada por debajo de los 850 euros. Tal vez mejor comprar. Entonces descubrió otra de esas cosas que pasan en Sant Antoni. “Llamaba y lo primero que me preguntaban era si era para ir a vivir o para invertir, ya que si era para vivir, por el precio no tenía ventilación y era oscuro”. Total que Andreu ha dejado atrás el barrio de toda su vida, pero también un barrio que ya no reconocía de tanto bar, restaurante, turismo, suciedad…

Piso con licencia turística, 46 metros cuadrados, 299.000 euros. Loft con gran terraza, 42 metros cuadrados, 278.000 euros. Finca regia, 100 metros cuadrados, 425.000 euros. Son algunos números del DNI inmobiliario de Sant Antoni. Es un barrio en el que hay quien compra para vivir, pero muchos lo hacen para invertir. Así lo explica un portavoz de Engel & Völkers, antaño una empresa que solo comerciaba con viviendas de lujo en zonas exclusivas, pero que ahora ha ampliado sus fronteras. En Sant Antoni reparten publicidad, como otras muchas agencias, pero su lectura resulta interesante, no solo por el gancho inicial, casi de psicología inversa (“No venda su casa”, dice en grandes caracteres, y con un asterisco aclara después con letra pequeña que no lo haga “por menos del precio que podamos conseguirle”), sino lo que explica en el reverso de la página. Ofrecen a quien quiera vender “una red única de innumerables compradores potenciales”, tanto de España como del extranjero. Sant Antoni es un producto que cotiza en el mercado inmobiliario internacional.

CADENA TRÓFICA INMOBILIARIA

El resultado de este proceso de transformación del barrio es algo que un zoológo podría calificar como la cadena trófica inmobiliaria, en la que, claro, los propietarios de las fincas son los carnivoros y quienes viven de alquiler los herbívoros. Lo que ocurre es que parece que se ha roto el equilibrio en el ecosistema de este barrio.

Así como Elisabet Andreu, madre reciente, ya se ha ido, Clara, madre de dos niños de 5 y 10 años, cree que tendrá que hacerlo. Su caso es, según se mire, peor. Los hijos están escolarizados cerca. Van a pie al cole, lo que se supone ideal. Su pareja trabaja en el sector de la biomedicina. Ella es profesora de secundaria. Dos sueldos así no deberían impedir vivir en Sant Antoni, sobre todo porque su actual piso no está en la yema más ‘hipster’ del barrio, pero la mancha de aceite crece, y más que lo hará cuando se inaugure el mercado. Al menos así lo prevé Clara. Su impresión es que hay una burbuja de los alquileres. “Las rentas que se reclaman se las pueden permitir familias que ya viven en zonas mejores que esta”. El barrio está de moda, por sus ‘gastrobares’ y otros establecimientos de nombres pomposos, pero eso está bien para ir a comer, no a vivir.

“En Berlín los contratos de alquiler son de 10 años, no como aquí, solo de tres, hay además límites a las subidas del arrendamiento cuando finaliza el contrato, e incluso se publican baremos oficiales del precio recomendado según el barrio. Pero reclamas esto aquí y te dicen que eres un comunista, que no respetas las leyes del mercado”. Lo que explica Clara realmente ha ocurrido. Los agentes de la propiedad inmobiliaria parecen los portadores del estandarte del libre mercado cuando hay una batalla de argumentos en público sobre esta cuestión. “Si la única ley válida fuera la de la oferta y la demanda, las líneas buses interurbanos deficitarias no existirían”, añade Clara.

Los casos hasta aquí expuestos no son únicos y singulares. Son prototípicos. Hace un mes, vecinos inquietos de Sant Antoni por lo que ven a su alrededor decidieron dar un nuevo impulso a una plataforma que ya había sido constituida hace dos años. Se bautizó como Fem Sant Antoni. Cada cual contó su experiencia personal. A veces es fácil errar en las percepciones, pero por sus formas, lenguaje, el modo de vestir y otros detalles eran gente de nivel cultural medio y alto y, probablemente, de lo que queda de la esquilmada clase media.

Aquella fue una buena ocasión para poner el termómetro a lo que está sucediendo y, de paso, descubrir, ahora sí, casos sorprendentes, como el de víctimas de la gentrificación de Ciutat Vellavíctimas de la gentrificación de Ciutat Vella que fueron a Sant Antoni en busca de ambiente de barrio. Parece de chiste. Dos veces en la misma piedra. Eso le pasó, por ejemplo, a Javier Seixas. “Viví al lado de la plaza de Sant Miquel entre el 2011 y el 2013”. Fue testigo, pues, del aterrizaje de Airbnb. También de fenómenos reveladores. “El primer año, el aluvión de turistas comenzaba a llegar en mayo. Al siguiente, en abril”. La temporada de incomodidades era cada vez más larga. Decidió trasladarse a Sant Antoni. Su exapartamento de Ciutat Vella es ahora un piso turístico. Lo que ocurre es que, de repente, tiene un inquietante ‘déjà vu’. Lo que vive ahora en Sant Antoni le resulta familiar. Cuando expire el contrato de alquiler, se irá. A Chile, cree. Si se quedara, el incremento previsto sería de un 50%. Eso será más o menos cuando se inaugure el mercado. Lo que vendrá después es impredecible.