EL GRITO PELADO DE LA BARRIADA

La Banda Trapera del Río merece el Nobel de Literatura

El nombre del grupo es una bomba poética que resucita por sí solo una realidad borrada de la historia oficial de Barcelona

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RAMON VENDRELL / BARCELONA

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Lo mejor de La Banda Trapera del Río siempre ha sido y siempre será el nombre, una bomba poética que merece el Nobel de Literatura. Conjuran estas cinco palabras una riada de imágenes, con fango y cadáveres de chuchos corriente abajo, son una güija que pone en pie a cien mil espectros borrados del mapa de la transición: yo estuve allí y no fue como se cuenta, berrean.

Banda porque eran una banda, Trapera porque vestían como traperos y del Río porque por ahí cerca pasaba el Llobregat. Unos pájaros que merodeaban con pintas chungas por los márgenes de un río asqueroso, solo que en vez de buscar ahogados para desvalijarlos como hacen los maleantes de Dickens tocaban rock and roll.

Eran cheroquis, nada que ver con nada de lo que les rodeaba. Ni progres ni enrollados ni punks ni modernos (aún no existían las dos últimas categorías cuando empezaron). Sus incondicionales parecían salidos de 'Perros callejeros'. Pero una rabia eléctrica les sacudía.

La prensa rock les trató muy bien. Bajaban de safari a las cloacas los periodistas y salían fascinados por esos salvajes. De su primer y único disco publicado en la encarnación original del grupo vendieron una birria. Pero su nombre, como el de Jim Dinamita, sonaba en todas partes como un huracán. Por lo menos en Verdum, separado por toda una ciudad de Cornellà.

SALIR E IRSE DEL ESCENARIO

Llegó la oportunidad de ver a los traperos en un festivalillo sin pies ni cabeza. Al mercado del Born que nos fuimos los de Verdum propulsados por las recetas que Lozano le birlaba a su madre anfetamínica. Saltamos una valla alta. Mucha gente lo hizo. Las verjas parecían una escena de 'Guerra mundial Z', con legiones de pollos trepando y bajando. La Trapera salió al escenario y en un visto y no visto se fue. Empezaron a llover botellas sobre el escenario (pocas) y las primeras filas (un montón). Se abrió una brecha amplia entre la tarima y el público. Las botellas se hacían añicos en esa tierra de nadie y en alguna crisma. "Nos habían prometido buen sonido. Pero el sonido era ridículo. Así que salimos, me cagué en la puta y nos marchamos", dice Morfi. En el escenario quedó sin descubrir una guillotina que tenía que ser el grandguignolesco golpe de efecto del directo de su segundo disco, 'Guante de guillotina'. Tanto se torció todo a partir de ese momento que el álbum no se publicó hasta más de una década después. Los de Verdum acudimos de nuevo al suministro cortesía de la señora María para quitarnos el susto y empezamos a andar de vuelta a casa. Qué rara era la gran ciudad, y qué fabuloso y cansado atravesarla como conquistadores (de calles vacías). La primera Trapera más o menos murió ese día.

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Eran piltrafas del arroyo pero desde el primer momento se comportaron como si fueran emperadores. Un séquito ante el que hasta Charles Bronson cambiaba de acera les arropaba siempre. Celebraban cada aniversario del conjunto como si fuera el cumpleaños de Cleopatra. Pero no había lugar para ellos en el mundo civilizado, por mucho que una novedad llamada punk acudiera en su ayuda: ellos fueron punks 'avant la lettre', de la misma manera que lo es una alimaña herida.

"No tienen dinero pero tienen memoria", dice Morfi de los forofos de la Trapera. Será verdad porque si no no se explica que un grupo que no se comió una rosca dejara una huella de yeti en el rock radical vasco, haya tenido más vidas que un gato y siga sonando en todas partes como un huracán.

A finales del 2004 murió el Tío Modes, enardecedor guitarrista de la Trapera. Por supuesto el grupo se reunió para despedirle. La urna con las cenizas del difunto presidió la velada. Caracterizada con la gorra y las gafas de Modesto Agriarte, descanse en paz, como el batería Raf Pulido.

Escuchar a Javier Pérez Andújar desear felices fiestas a la Trapera en el pregón de la última Mercè fue como ver emerger una ciudad enterrada. Qué diantre enterrada, enterrada en vida o silenciada. En efecto, la peña de los barrios de Barcelona escuchaba a la Banda Trapera del Río a toda castaña. Y no eran ni progres ni enrollados ni punks ni modernos. Eran (éramos) cheroquis.