Una acera infinita para ser leída

Xavier Theros tiene libro nuevo en capilla: 'Barcelona, secretos a la vista'

El cronista Xavier Theros posa en la plaza de las Tres Xemeneies, donde nacen dos grandes leyendas de la ciudad, la del Paral.lel y la del barrio chino.

El cronista Xavier Theros posa en la plaza de las Tres Xemeneies, donde nacen dos grandes leyendas de la ciudad, la del Paral.lel y la del barrio chino.

OLGA Merino

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Acude a la cita más puntual que la Renfe suiza y con zapatos cómodos, muy caminadores, porque buena parte del oficio de Xavier Theros (Barcelona, 1963) consiste en eso, en patearse la calle. Cuando practica la costumbre sin rumbo fijo ni minutero —la prisa mata más que el entrecot, que se dejen de historias—, el azar se confabula con él para mostrarle pequeños secretos de la ciudad. Caminar para descubrir. Por eso estas líneas se titulan con un robo de su 'frasoteca': «Barcelona es una acera infinita que puede leerse».

Theros, 'nom de plume' que parece heredado de algún linaje marinero del Peloponeso, es un tres en uno, como el aceite lubricante: antropólogo, poeta polipoético y escritor, de novela, ensayo y crónica. Para la foto, escoge salir con las tres chimeneas de la Fecsa como fondo por sendos motivos: el trío de atalayas corona la plaza más cambiante de la ciudad —es el único lugar donde están permitidos los grafitis, de modo que los murales se superponen sobre el hormigón a la velocidad del rayo— y, segunda razón, porque constituyen uno de los pocos vestigios de una Barcelona que también fue proletaria antes del 'disseny' y los guiris.

Cruza la plaza de las Tres Xemeneies un callejón conocido como el pasaje de la Canadenca, en alusión a la empresa eléctrica que dio nombre a la huelga de 1919. El exalcalde Trias, por cierto, quiso dar el cambiazo a la placa que recuerda un hito histórico del movimiento obrero.

La tercera excusa que justifica el emplazamiento es que aquí nacen las dos grandes leyendas de Barcelona: la del Paral·lel, bohemio y cabaretero, y la del barrio chino, que tan a fondo conoce Theros: tuvo que rastrear lo suyo sus esquinas para elaborar el estupendo ensayo 'La sisena flota a Barcelona' (La Campana, 2010), galardonado con el premio Huertas Claveria.

El encuentro, en una mañana azul después de las lluvias, es para hablar de otro libro en capilla que bautizará el próximo jueves en la librería Calders: Barcelona, secretos a la vista, una compilación de crónicas publicadas en el diario El País que edita Comanegra con fotografías de Tamara López Seoane. Para charlar, el autor elige el bar Borrell, frente a El Molino, una barra ideal para el aperitivo —«fot-li, que és de Reus, el vermut de sempre», advierte la cristalera—, costumbre muy civilizada que la hora tempranera reduce a dos tristes cafés con leche descafeinados.

El bar Borrell, explica el cronista, es el único superviviente, con la decoración intacta, de los días de esplendor del Paral·lel, un restaurante entonces que cerraba a las tantas y se prestaba a servir la cena en los camerinos de las vedettes. Y otro relato más: se trata de la misma taberna que acogió la tertulia taurina integrada por seguidores de Joaquín Bernadó, el diestro de Santa Coloma de Gramenet. De ahí tal vez la cabeza de toro pegada al espejo que dice Bodegas Bilbaínas S.A.

Como rabos de cerezas

Compartir un rato con este hombre es escucharle hilar una historia mínima de Barcelona con otra, igual que se enredan los rabos de las cerezas, aunque no acabe de sentirse cómodo con el marchamo de cronista. «Decir que eres cronista es tirarse el rollo en una época en que internet está llena de páginas web y gente que investiga historias apasionantes sobre la ciudad», dice.

De todas formas, reconoce que la crónica ha dado sus mejores resultados cuando se ha despegado un pelín del género periodístico para aletear con cierto vuelo literario. Es un cajón de sastre que cada autor llena con sus filias y manías. ¿Su favorito? El antropólogo Joan Amades, el de 'Històries i llegendes de Barcelona'.

Y aquí se lanza a contar que Amades trabajó de trapero echando una mano a sus padres, los cuales tuvieron que declarar como testigos en el juicio a la vampira del Raval porque al parecer le habían comprado algún trasto a la señora. Lo dicho: como cerezas jugosas.