El mes de las reformas

Cambio de sentido del tráfico en el cruce de Riera de Sant Miquel y Sèneca, el pasado miércoles.

Cambio de sentido del tráfico en el cruce de Riera de Sant Miquel y Sèneca, el pasado miércoles.

JOAN
Barril

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Lo bueno del verano es que los retornos son distintos. Hay dos tipos de personas veraniegas: los espectadores y los trabajadores, aquellos que se aíslan y aquellos que preparan sus reformas para que los aislados retornen. Eso es lo que me sucedió ayer cuando fui a desayunar por primera vez en esta nueva temporada al único lugar donde tomo café y del bueno, preparado por una máquina de nombre italiano y las manos  amorosas de Chiqui. Me encuentro en La Despensa de Laforja, un pequeño lugar de abundancia, calidad y silencio. Pedro, el dueño, con planta de torero saludando al respetable, me espera en la puerta para mostrarme las reformas de ese pequeño restaurante y expendedor de platos cocinados. Todo ha cambiado. El color madera se ha vuelto blanco, las mesas han crecido y las luces iluminan mi periódico y el minibocata que, de pronto, se ha hecho mayor.

Las reformas de un local habitual sorprenden a los parroquianos como si se tratara de un regalo de los Reyes Magos. Pero no todo es espectáculo. Pedro todavía se está entrenando en la rutina de los gestos. Busca balanzas donde ya solo hay aire, coloca los quesos frescos en neveras que han estado reservando un lugar para este septiembre y le veo dudar con las joyas de la gastronomía en cada mano para saber el lugar que van a ocupar en el futuro y el espacio cromático de sus viandas. Un cesto de cebollas moradas de Cantabria consigue que en vez de llorar nos haga sonreír. En estas vísperas de la nueva etapa de La Despensa de Laforja son las cosas las que advierten a los dependientes dónde hay que ir a buscarlas. Allí donde antes colgaba el jamón Cárdeno hoy cuelgan unas marinas pintadas, allí donde antes las especias se amontonaban en multitud civil, hoy forman militarmente en precisos anaqueles. En este lugar nuevo y de amistad antigua todos parecemos más guapos de lo que realmente somos.

Esa es una de las virtudes del orden de las pequeñas cosas. Si se las sabe domesticar se ponen siempre al servicio del cliente. Solo hay que mantener la defensa ante el tiempo y las nuevas mercancías que a lo largo del año entrarán por la puerta y que podrían acabar desclasificadas y confusas por la prisa excesiva y el exiguo espacio que pretenden conquistar.

Tras el desayuno salgo a la calle y, al galope de mi moto, recorro algunas avenidas de mi ciudad. Cuando las arcas municipales disponían de dinero se acometían obras de pavimentación y de reparación del asfalto. Ahora, en tiempos difíciles, no hay nada mejor para sorprender al ciudadano que pintar el suelo con flechas insólitas y colocar nuevas señales. Todo es mucho más barato y consigue que también a los automovilistas y moteros se les acabe la rutina. La ciudad está en reformas de superficie y allí donde antes se podía girar a la izquierda ahora es imposible. La aventura es precisamente romper con la rutina. ¿Qué sucedería si alguien decidiera subir por la calle de Balmes como sugería en un antiguo cuento Quim Monzó?

Reinventar la ciudad

Septiembre es el mes de las sorpresas. El principio de curso de aquellos que ya nos habíamos resignado a no aprender nada porque el coche o la moto sabían más que nosotros. Ahora que todo el mundo se ve obligado a reinventarse vamos a reinventar la ciudad. Pero no hay ninguna garantía de que con unos cambios de dirección y unas nuevas señales acabemos pareciendo más guapos de lo que realmente somos.